Darte gracias es lo primero que hacemos y llena nuestros corazones de felicidad por tantas cosas que comenzamos a recibir: vida, salud y bienestar, son motivos suficientes de alegría y felicidad. Hoy recibimos de tu bondad la oración más hermosa y en la que encontramos tu misericordia y la bondad del Padre celestial. Tres peticiones que se refieren a Dios y que muestran un deseo ardiente de que la paternidad de Dios se haga presente eficazmente en medio de nosotros. Santificar su nombre y apelar a él, es invocar su presencia en medio de nosotros. Pedir su reino es el deseo y la esperanza de que el reinado de Dios vaya transformando nuestra realidad presente. Pedir que se haga su voluntad es un compromiso nuestro para colaborar en que el reinado de Dios se haga realidad. Las otras cuatro peticiones se refieren a nuestras necesidades. Pedimos al Padre celestial el alimento que nos da la fuerza para el camino, el alimento terrenal y el definitivo, anticipado en la Eucaristía. Y por nuestra condición pecadora pedimos también el perdón de nuestras ofensas con el compromiso de perdonar a los que nos ofenden, el auxilio en la prueba y la protección contra el maligno.
Tú conoces nuestras debilidades y reiteras nuestro compromiso de perdonar a los demás para que el Padre perdone nuestras culpas. Perdónanos porque nos cuesta perdonar y ayúdanos a ser indulgentes para saber perdonar como Tú y el Padre nos perdonan. Y si perdemos el sentido de la tentación y del pecado, danos la fortaleza de poder luchar y vencer las tentaciones haciendo tu voluntad. Amén. Te alabamos, te bendecimos y te glorificamos.
Un muy feliz y santificador jueves. Abrazos y bendiciones abundantes.
LAS PALABRAS DE LOS PAPAS
Nunca pierde valor la observación de san Agustín: «Verbo crescente, verba deficiunt» «Cuando el Verbo de Dios crece, las palabras del hombre disminuyen» (cf. Sermo 288, 5: pl 38, 1307; Sermo 120, 2: pl 38, 677). Los Evangelios muestran cómo con frecuencia Jesús, sobre todo en las decisiones decisivas, se retiraba completamente solo a un lugar apartado de la multitud, e incluso de los discípulos, para orar en el silencio y vivir su relación filial con Dios. El silencio es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida. Por lo tanto, la primera dirección es: volver a aprender el silencio, la apertura a la escucha, que nos abre al otro, a la Palabra de Dios. (…) El cristiano sabe bien que el Señor está presente y escucha, incluso en la oscuridad del dolor, del rechazo y de la soledad. Jesús asegura a los discípulos y a cada uno de nosotros que Dios conoce bien nuestras necesidades en cualquier momento de nuestra vida. Él enseña a los discípulos: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis» (Mt 6, 7-8): un corazón atento, silencioso, abierto es más importante que muchas palabras. Dios nos conoce en la intimidad, más que nosotros mismos, y nos ama: y saber esto debe ser suficiente. (Benedicto XVI – Audiencia general, 7 de marzo de 2012)