Mañana hermosa y radiante, para darte gracias porque nos has despertado y mirar por la ventana un bello amanecer en el que las nubes de la noche han dado paso a contemplar el azul del cielo. Gracias por un día más para vivirlo intensamente amando a nuestros seres queridos, familia y amigos.
Señor, Tú cumples nuestras expectativas, representadas en las palabras del profeta Isaías en la primera lectura. Son palabras que podemos sentir como dirigidas a cada uno de nosotros por parte del Padre celestial: “¡Ánimo! ¡No temáis!” Porque Dios está con nosotros. Porque no quieres que ninguno de nosotros se quede convertido en algo inútil e inservible, que se arrincona, que se deja a un lado, como estaba el sordomudo del evangelio y que fue auxiliado por algunos. El Padre celestial nos quiere a sus hijos sentados todos a la misma mesa, compartiendo juntos el pan de las alegrías y las penas, de los gozos y las tristezas que conlleva en ocasiones nuestra vida. Quiere a sus hijos viviendo juntos en el amor y en la esperanza. Porque Él es el Padre que cuida siempre de sus hijos. Y nosotros como hijos, lo último que podemos hacer es perder la esperanza y la confianza en El Padre. Por eso, no debemos de temer. Él viene en persona a salvarnos.
Gracias te damos, Señor, por todo lo que nos concedes, especialmente porque nos libras de nuestra sordera, de nuestra mudez; nos libras de nuestras angustias, dificultades e inquietudes, de todo mal y nos llamas a ser felices. Concédenos que nuestra ayuda sea para nuestros hermanos que muchas veces al igual que nosotros estamos sordos y mudos y danos la alegría de pedirte que también les impongas las manos como a nosotros, para que todos podamos oír tu Palabra y hablar y proclamar las grandezas de tu amor. Danos la ocasión de no hacer acepción de nuestros hermanos, ni creernos más que los demás y muchísimo menos menospreciarlos. Recordemos que somos iguales a los demás sin excepciones. Con verdadera solidaridad y fraternidad, te alabamos, te bendecimos y te glorificamos; te damos gracias por todo lo que nos concedes, especialmente el hecho de poder compartir con las personas que amamos. Danos tu santa bendición y guárdanos de todo mal. Amén.
Feliz y glorificado Domingo para todos.
PALABRAS DEL SANTO PADRE
Este pasaje del Evangelio subraya la exigencia de una doble sanación. Sobre todo, la sanación de la enfermedad y del sufrimiento físico, para restituir la salud del cuerpo; incluso esta finalidad no es completamente alcanzable en el horizonte terreno, a pesar de tantos esfuerzos de la ciencia y de la medicina. Pero hay una segunda sanación, quizá más difícil, y es la sanación del miedo. La sanación del miedo que nos empuja a marginar al enfermo, a marginar al que sufre, al discapacitado. Y hay muchos modos de marginar, también con una pseudo piedad o con la eliminación del problema; nos quedamos sordos y mudos delante de los dolores de las personas marcadas por la enfermedad, angustias y dificultades. Demasiadas veces el enfermo y el que sufre se convierten en un problema, mientras que deberían ser ocasión para manifestar la preocupación y la solidaridad de una sociedad en lo relacionado con los más débiles. Jesús nos ha desvelado el secreto de un milagro que podemos repetir también nosotros, convirtiéndonos en protagonistas del «Effatá», de esa palabra «Ábrete» con la cual Él dio de nuevo la palabra y el oído al sordomudo. Se trata de abrirnos a las necesidades de nuestros hermanos que sufren y necesitan ayuda, escapando del egoísmo y la cerrazón del corazón. Es precisamente el corazón, es decir el núcleo profundo de la persona, lo que Jesús ha venido a «abrir», a liberar, para hacernos capaces de vivir plenamente la relación con Dios y con los demás. Él se hizo hombre para que el hombre, que se ha vuelto interiormente sordo y mudo por el pecado, pueda escuchar la voz de Dios, la voz del Amor que habla a su corazón, y así aprenda a hablar a su vez el lenguaje del amor, traduciéndolo en gestos de generosidad y de donación de sí. (Ángelus, 9 de septiembre de 2018)