Un nuevo día en el que podemos contemplar y manifestar la alegría de tu Resurrección. Gracias por el amanecer, por el sol que tímidamente comienza a aparecer físicamente, porque tú, Señor, eres el Sol Radiante que iluminas nuestras vidas y das calor a nuestros corazones.
Para hablar contigo, Señor, se necesita primero del encuentro, y es el Espíritu el que nos lleva a este encuentro, el Espíritu el que nos hace testigos de tu amor. Sin Él no somos ni podemos hacer nada; siempre nos precede, acompaña y da crecimiento a nuestro amor.
No siempre nos resulta fácil reconocerte como Resucitado y esa fue la experiencia de María Magdalena, que solo te reconoció hasta cuando te oyó llamarla por su nombre. Como a ella, hoy nos preguntas: «¿A quién buscas?» y pronuncias nuestro nombre.
¿Te estamos buscando realmente a ti? ¿eres Tú, Señor, quien nos guía y orientas nuestra vida? ¿Te amamos tanto y estamos tan en sintonía contigo que cuando te oímos decimos “eres Tú, Señor, quien me habla”?
Te reconocemos, no solamente en nuestros momentos de oración y cuando recibimos la eucaristía, sino también cuando caminas a nuestro lado en nuestras alegrías y sufrimientos, en la gente que nos rodea, en las circunstancias y acontecimientos de nuestro diario vivir. Eres ciertamente nuestro Señor y Mesías. Profesamos nuestra fe y te reconocemos como nuestro Señor y Salvador. Haz que te escuchemos cuando nos anuncias tu Buena Nueva de salvación como un mensaje de vida y esperanza.
Que nosotros también sepamos oír tu voz cuando clamas a nosotros en nuestros hermanos necesitados, o cuando nos hablas sencilla y humildemente en sus alegrías y esperanzas, su fe y su amor. Ilumínanos con tu Espíritu para saber qué tenemos que hacer: amar de corazón, perdonar desde el corazón y servir con el corazón y ante todo llevar tu presencia resucitada con alegría y sentimientos de bondad y solidaridad. Amén. Un muy alegre martes vivido en gozo y felicidad.
PALABRAS DEL SANTO PADRE
María sufre doblemente: ante todo por la muerte de Jesús, y después por la inexplicable desaparición de su cuerpo. Es mientras ella se arrodilla cerca de la tumba, con los ojos llenos de lágrimas, que Dios la sorprende de la forma más inesperada. El evangelista Juan subraya cuánto es persistente su ceguera: no se da cuenta de la presencia de dos ángeles que le preguntan, y tampoco sospecha viendo al hombre a sus espaldas, que ella pensaba que era el guardián del jardín. Y sin embargo descubre el acontecimiento más asombroso de la historia humana cuando finalmente es llamada por su nombre: «¡María!» (v. 16). ¡Qué bonito es pensar que la primera aparición del Resucitado —según los Evangelios— sucedió de una forma tan personal! Que hay alguien que nos conoce, que ve nuestro sufrimiento y desilusión, que se conmueve por nosotros, y nos llama por nuestro nombre. Es una ley que encontramos esculpida en muchas páginas del Evangelio. En torno a Jesús hay muchas personas que buscan a Dios; pero la realidad más prodigiosa es que, mucho antes, está sobre todo Dios que se preocupa por nuestra vida, que la quiere revivir, y para hacer esto nos llama por nuestro nombre. (Audiencia General, 17 de mayo de 2017)